La Ciudadanía en una República. Del 23 de abril de 1910 al 23 de abril de 2016.



El día de hoy, 23 de abril de 2016 se cumplen 106 años desde que Teodoro Roosevelt declamase su discurso llamado “Citizenship in a Republic”, que al parecer resulta más vigente que nunca y sobre el cual yo me refiriese en un trabajo denominado “Ultreia” que elaboré el 16 de febrero de 2014.

Hoy, siendo 23 de abril, me permito traerles un extracto de dicho trabajo:

(...)

Es de referir que algún tiempo ha pasado desde el día 23 de abril de 1910, cuando en un importante campus universitario, un entonces líder mundial pronunció un discurso que ha resultado de gran inspiración a siguientes generaciones y gran influencia ha tenido en el constitucionalismo y el Estado moderno.

No estamos en 1910, ni nos encontramos en el Gran Anfiteatro de la Sorbona en París, pero en nuestro contexto regional y en nuestro tiempo, resultan hoy más que nunca de utilidad las ideas contenidas en el discurso declamado ese día por Teodoro Roosevelt denominado “Citizenship in a Republic”, -La Ciudadanía en una República-, en el que se halla el fragmento denominado “The man in the Arena” – El Hombre en la Arena.-[1]

Roosevelt, en medio de su razonamientos trata aspectos sumamente importantes sobre la ciudadanía y las obligaciones ante la patria, así como el esfuerzo para realizar un gobierno de sentido pleno por, de y para el pueblo, la calidad del ciudadano promedio individual indispensable para el éxito de las repúblicas, el cumplimiento de los deberes en los asuntos ordinarios de todos los días, como ha de ser el ciudadano promedio un buen ciudadano, lo cual constituye fuente principal de poder y grandeza nacional; sobre lo perjudicial que es para una nación el elevar y admirar falsos niveles de éxito y como no puede haber recompensa que no venga precedida del esfuerzo; también reflexionó, refiriéndose a la injusticia, que ningún individuo que se precie y ninguna nación que se auto respete, puede o debe someterse a lo que le resulte perjudicial.

Es en este famoso discurso cuando de manera meridiana expresa la importancia de la preparación constante, la entereza, la acción y el bien con que deben actuar todos los ciudadanos, declamando lo que en definitiva refiere como “El Hombre en la Arena”, el cual reza:

“No es quien critica el que importa; ni quien señala como el hombre fuerte se tambalea, o cuando pudo alguien hacer algo o actuado de mejor manera. El reconocimiento pertenece realmente al hombre que está en la arena, cuyo rostro resulta desfigurado por el polvo, por el sudor y por la sangre; a quien se esfuerza valientemente, al que yerra, a quien falla una y otra vez,  ya que no hay esfuerzo sin error o fallo; pero quien realmente se empeña en lograr su cometido; quien conoce grandes entusiasmos, grandes devociones; quien se entrega a sí mismo a una causa digna; quien en el mejor de los casos encuentra al final el triunfo inherente al logro grandioso; y que en el peor de los casos, si fracasa, al menos fracasará con grandiosa entereza, de manera que jamás estará entre aquellas almas frías y pusilánimes que no conocen ni la victoria ni el fracaso.”


Es ante el contexto y contenido de dicho discurso, así como el momento histórico en que fue declamado, que hemos de preguntarnos, cuál entonces puede ser el destino de una República en la que lejos de atenderse al reconocimiento y respeto del otro como fin y elemento esencial de la sociedad, existe descalificación, un lenguaje en sentido figurado plagado de metáforas que no constituyen más que perorata, charlatanerías  y bufonadas, en el que el diálogo y la comprensión son la excepción frente a un verbo agresivo y soez, de improperios no dignos de gente civilizada sino de bárbaros que invita es a la negación y destrucción del otro, en que para lograr sus postulados lo hace no solo mediante coerción física, sino mediante el chantaje económico y emocional, donde no se cuenta con la altura suficiente en sus razonamientos, fundamentos así como en su modo y forma, en que la concepción de justicia no es más que una resentida vindicta.

Una llamada república donde se rechaza, niega y aborrece la profesionalidad, la debida y constante preparación, la conciencia crítica, así como los méritos que han de tener a quienes se les encomienda su dirección, mientras que por el contrario se enaltece la informalidad, la improvisación, la imprevisión, la ineficacia e ineficiencia, la callada y ciega sumisión, adulación o la conveniente aceptación, que no tienen otra lógica consecuencia que la mediocridad y franco deterioro de la calidad de vida de sus habitantes, y ante ello lo que es peor, no sólo que no se tome la mínima conciencia para adoptar los debidos correctivos, sino que, como si no fuese poco tan abominable situación, se insista en ejecutar prácticas totalmente contrarias a las que son menester, acogiéndose modelos arcaicos que en modo alguno constituyen un ambiente propicio para la prosperidad y desarrollo de la República sino que inversamente ello lo que tiende es a su destrucción.

Es necesario partir de la premisa elemental que para que exista un Estado sano, una República sana, que haya un reconocimiento de la existencia de otras posiciones distintas, lo que en definitiva va en procura del  interés general y bien común, que muy distinto es al interés de la mayoría.

Afirmaba Aristóteles en La República respecto a la finalidad de la Polis, que en este caso hemos entender que se identifica con la finalidad de la República, que no es otra que “ser feliz, vivir bien y honradamente”, así entonces, hemos de observar e indudablemente afirmar que cuando de alguna manera se vea afectado uno de esos elementos que conforman la finalidad teleológica del Estado, sea la felicidad, sea el vivir bien o sea la honradez, graves fallas y grandes males le acechan, y como con las enfermedades ocurre,  que pueden surgir síntomas visibles y otros que no tanto, como igual ocurre con el cuerpo, tales males, infecciones y síntomas pueden presentarse en diversas partes, así en la República, pueden presentarse en el gobierno, en las relaciones sociales, en el pueblo, en su calidad de vida, en el acatamiento de las normas, -las verdaderas normas-, en la economía, en la salud de los habitantes, en la seguridad, -jurídica y personal-, en la administración de justicia, en el respeto de las relaciones interpersonales, en el debido trato de las clases y grupos que las conforman.

(…)

Amigos, hermanos, compañeros, colegas, compatriotas, todos nosotros, entre quienes existe y tenemos diferencias, pero también identidades, grandes y pequeñas, tanto expresas como implícitas, no puedo más que concluir mis reflexiones que extendiéndoles una invitación a que nos reconciliemos, pero más que una reconciliación entre nosotros, una reconciliación interna, entre uno mismo y lo que es la verdadera ciudadanía y su debido ejercicio para poder salvar la República, no la perdamos, tenemos las herramientas, tenemos el conocimiento, tenemos la razón, la moral y las luces, reconciliémonos con el Bolívar de 1819 y su entonces ideario, así como todos nuestros próceres y quienes como ellos defendieron la patria, hoy nos toca a nosotros hacerlo, los invito pues a ir más allá y más arriba de lo que hemos venido haciendo, “ultreia et suseia[2]” como resulta del aprendizaje del camino de la vida, los invito a empeñar todos nuestros esfuerzos a luchar con fuerza y entereza por las causas nobles, a salvar la República.

Fotografías tomadas de:




[1] Como nota curiosa, es de mencionar que se comenta que distinto a como apareciera en la película “invictus” basada en hechos reales del gran líder que fue Nelson Mandela, en la vida real, éste hace entrega al capitán del equipo surafricano de rugby François Pienaar, un ejemplar del discurso de Roosevelt y no el poema de William Ernest Henley también denominado “invictus”.
[2] Ultreia (del latín ultra -más allá- y eia -interjección para mover-). Originaria salutación que se proferían los peregrinos del Camino de Santiago para apoyarse y animarse entre sí y que significaba  "Vamos más allá". Cuando se profería ultreia a un peregrino, éste contestaba “et suseia”, “y más arriba” a modo de indicación que el camino no sólo llevaba a los peregrinos a un estadio ulterior sino espiritualmente superior “más alto”. Con el tiempo la salutación devino en "¡buen Camino!", tanto para saludar como para responder, pero permanece incólume la intención y el deseo al otro de una buena jornada de peregrinación y que el estadio espiritual alcanzado lo acompañe especialmente en el camino que inicia luego de arribada a la meta y agradecido a Santiago Apóstol en la Catedral donde permanecen sus restos.

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